lunes, 24 de junio de 2013

Ryo es el sobrino de Yoko.
Un bala perdida, un continuo motivo de preocupación para su tía.
Ella que tanta importancia le da a la honradez, a la respetabilidad.

Cuando éramos pequeños Yoko cuidaba durante las tardes de él cuando salía del colegio o mejor dicho lo mantenía controlado.
 Nos reunía a todos en su cocina y ni nos movíamos sin su permiso.
Siempre me gustó Ryo, me hacía gracia su impertinencia, su estúpida rebeldía, me identificaba más con él que con la seriedad de mi hermano y Takeshi.
Ryo pertenecía a otro mundo desconocido para mí. Un mundo más auténtico.
Con el tiempo un mundo más peligroso. Muy alejado del ambiente en el que  nos movíamos nosotros.

Ryo dejó de aparecer por nuestra casa pero su tía nunca perdió la esperanza de rescatarlo de sí mismo.
En contra de toda lógica mantuvimos nuestra amistad, aunque nuestras vidas no tuvieran nada que ver.

Quedo en verme con él en "HAJIME", me manda un mensaje con la localización del local y una foto suya, para que lo reconozca sin problemas.
Me da la risa al ver su cara, no ha cambiado nada, no soy capaz de relacionarlo con la fama terrible que se ha creado. Viendo esta foto no da nada de miedo, sigue siendo el chaval un poco payaso que conocí.

Estoy nerviosa por muchos motivos, porque he perdido la costumbre de moverme por Tokio sola y me siento más extranjera que en ninguna otra parte del mundo, porque sé que Ryo se ha convertido en un hombre poco recomendable y ante todo porque confío en que él sea capaz de ayudarme a saber qué le ocurrió realmente a mi padre.
Si él no puede o no quiere ayudarme no sé qué haré.
No me fío de la policía, ni de los socios, ni mucho menos de esos amigos ricos y respetables.

Se pone en pié según entro por la puerta y voy directa a él sonriendo.
Me abraza y me quedo paralizada, no me esperaba tanta efusividad ni contacto físico.

Tardo un par de cócteles en coger el valor suficiente para ir al grano:

- Supongo que sabes lo que le pasó a mi padre.
- Si, lo siento mucho, obviamente no podía ir al entierro, pero me acordé de ti, por eso te escribí. 
- Te lo agradezco igual. Pero te agradecería más que me ayudaras a saber qué ocurrió realmente.
- ¿Para qué? ¿qué vas a hacer? ¿tomarte la justicia por tu mano?.
-  No lo sé, Ryo, al menos sabría la verdad, lo necesito, necesito saber lo que ocurrió. Cuando lo sepa                                               también sabré lo que tengo que hacer.
- Haré lo que pueda.- de repente ya no pare él, está incómodo, demasiado serio.
- Por favor...
- He dicho que lo haré.
- Gracias... 
- A mi tía no le gustaría nada verte aquí conmigo.
- Ella tiene sus secretos, yo los míos.
- ¿Mi tía tiene secretos? secretos que puedan interesarte lo dudo, bobadas de vieja... puede.
- No quiere decirme qué ha sido de Takeshi...- murmuro con vergüenza, mi lengua actúa sin permiso de mi cerebro gracias al tercer cóctel y ni siquiera son las diez y media de la noche.- ¿le recuerdas?.
- ¿Cómo olvidarle?.- se ríe, se ríe con ironía.- el señorito estirado, el chico de oro caído en desgracia.
- ¿Caído en desgracia?.- me atraganto.
- Si, se había comprometido cuando te fuiste, ¿te acuerdas?.
- ¿Cómo olvidarlo?.- le imito guiñándole un ojo.
-  Pues se negó a casarse en el último momento, imagínate el escándalo. Su padre lo desheredó, le quitó el apellido, me enteré hasta yo.- ríe con ganas, se alegra, Takeshi representaba todo lo que él odia.
- Nadie me dijo nada.- casi no me salen las palabras.

Salgo del local como una sonámbula y no es por el alcohol.
Todos los caminos van a Takeshi.
O tal vez soy yo la que se empeña en buscar los caminos que conducen a él.

El efecto sedante de la bebida ha desaparecido. Solo queda este malestar, la sensación de que todos me han engañado, me han tratado como a una niña idiota.
Ocultándome que nunca llegó a casarse.
Que perdió todo lo que tenía en la vida.

Me siento como una marioneta.
Me siento traicionada.
Por Yoko, por mi hermano, por mi madre. Por todos los que me ocultaron lo que pasó con él para que no volviera a Tokio.



domingo, 23 de junio de 2013

Subo en el ascensor.
Ha cambiado mucho, es mas modernos, más chic y tiene un hilo musical de lo más molesto.
Pero estos pocos metros cuadrados se convirtieron en el punto de partida de mi vida adulta. Los recuerdos me golpean la cara como una bofetada.
Me transportan sin mi permiso diez años atrás, como una cruel máquina del tiempo.

Después de mi humillante declaración amorosa desaparecí durante una semana de las oficinas. No quería verle. No quería volver a enfrentarme con su indiferencia.
Pero mi padre no consiguió todo esto sin perseverancia. Al final me quedé sin excusas y reuní el valor suficiente.
Para una vez que mi padre estaba contento con mi trabajo no iba a decepcionarlo de nuevo escondiéndome en casa.

Tres días estuvimos sentados frente a frente sin dirigirnos la palabra, ni una mirada. Como si no existiéramos el uno para el otro. Nadie se dio cuenta. Nadie vio esa tensión que me asfixiaba cada vez que él tomaba la palabra.
Ni siquiera mi padre, que tenía un sexto sentido para las debilidades ajenas.

Al cuarto día decidí hacer honor a mi apellido y enfrentarme a mi bestia personal.
Vi como se subía solo en el ascensor y corrí para meterme en el ultimo segundo, para que no pudiera escapar de mi.
Takeshi el hombre sin sentimientos temblaba como un niño. Me miró casi con miedo, como si no pudiera hablar sin que algo se le rompiera por dentro. Entonces me dí cuenta de que había heredado la habilidad de mi padre para detectar las debilidades ajenas.
Y que la debilidad del primogénito de los Hokusai era ni más ni menos que yo.
Me reí.
Me sentí fuerte y poderosa por primera vez en mi vida, por primera vez en su presencia.
Le apoyé la mano en el pecho, esta vez quería ir sobre seguro. Comprobé que su corazón latía más rápido que el mío y ya no me disculpé por mi declaración de aquella noche.
Ni le besé.
No hice nada. 
Le miré sonriendo.
- Ahora te toca a ti.- murmuré.
Él negó con la cabeza. Pero ya entonces sabía, lo supo desde siempre (eso me dijo mucho después), que yo destrozaría todos sus planes y le volvería loco. A él que tanto valoraba la tranquilidad, las tradiciones, lo correcto.
Vino a mí, si, pero se equivocaba en algo. La que salió peor parada fui yo.


martes, 16 de abril de 2013

El testamento se leyó en las oficinas de la empresa de mi padre.
 Preferí ir sola, adentrarme de nuevo en ese metro infernal de Tokio, había llegado a extrañarlo.
 Salir de nuevo a la luz en mi lugar favorito de la ciudad. Entonces era muy poco original en mis gustos, ni un restaurante secreto, ni un jardín idílico oculto de todos, mi lugar favorito en el mundo era Shibuya. Su famoso cruce, abarrotado de gente, de luminosos, de pantallas gigantes, bullicioso, atronador.
 Shibuya me llenaba de vida.
Cuando mi padre empezó a obligarme a ir a las oficinas, a tragarme horas y horas de reuniones que ni entendía ni me interesaban, pretendía despertar en mi el interés por el negocio familiar, solo la idea de sumergirme de nuevo en la agitación de las tiendas, los cafés, de verme rodeada de gente joven llena de color y energía me animaba y ayudaba a sobrellevarlo.
Miento, no era lo único.
 Lo que mas me incitaba a acudir casi a diario a las oficinas de mi padre era Takeshi,el hijo mayor de su socio. Aunque èl llevara años sin mirarme siquiera a la cara, como si le molestara mi existencia.
Empezó a ignorarme justo cuando yo empezaba a vislumbrar la adolescencia. Nunca dejó de dolerme su repentina indiferencia porque no conocía otro estado diferente al de estar enamorada de él.
 Me acostumbré a observarle desde la distancia, a desearle e idealizarle en silencio.
 Sabía que no tenía ninguna posibilidad con èl. Jamas se liaría con una occidental...si, era tradicional hasta ese extremo, además la gente como yo, tan ruidosa, tan impredecible, tan poco discreta,le ponía los pelos de punta. Se casaría con la mujer que su familia considerara mas conveniente y lo haría encantado, no como un sacrificio.
 Todo empezó a cambiar en Shibuya,allí me sentía segura de mi misma, era mi ambiente, mi territorio, no el suyo. Por primera vez en mucho tiempo mi padre confió en mi, me sentí útil para èl, para el negocio.
 Por primera vez no me limitaría a ser una oyente silenciosa de aburridas reuniones.
 Tenía que ayudar a mi hermano y a Takeshi a "entretener" a unos clientes americanos, lograr que se enamoraran de Tokio. Ellos sabrían mucho de negocios, pero yo podía darles unas cuantas lecciones de como divertirse en Tokio.
 Mi hermano nos abandonó pronto, en los negocios era infalible, bebiendo no tanto. Nos dejó a cargo de los clientes.
 Le dije a Takeshi que se fuera si quería, yo ejercería de anfitriona...me miró horrorizado, era la primera vez en años q veía su cara reflejar algún sentimiento, sentía que ya que mi hermano no podía él debía cuidar de mi. En realidad no quería que se fuera, pero tampoco quería que se comportara como un hermano mayor. Quería mucho más de él.
 De madrugada, cuando ya habíamos dejado a los americanos en su hotel, atravesamos Shibuya en su coche. Le conocía desde que era niña y era la primera vez que estábamos solos.
Estaba tan borracha y tan emocionada que no podía quitarle los ojos de encima. Me sabía esos rasgos de memoria, pero nunca los había tenido para mi sola, sentí el impulso de tocarle, pero a pesar del alcohol logré controlarme.
Cada vez que le veía descubría algo que me enganchaba más.
 - No sè si te has dado cuenta, pero me tienes loca desde que tengo uso de razón.- se lo solté sin más,sin pensar...
 Y ¿ qué conseguí? Nada, solo silencio.
El silencio más atronador del mundo, el del rechazo.
 No se inmutó, siguió conduciendo,como si no hubiera escuchado mi etìlica declaración. Me dejó en casa sin molestarse en mirarme y bajé de su coche con la moral hundida y la minifalda subida hasta la cintura, me daba igual, había perdido la dignidad unos cuantas calles antes.
Ahora Shibuya ya no es mi lugar favorito en el mundo, solo el triste recuerdo de esa noche.

miércoles, 10 de abril de 2013

Durante los días siguientes pasé la mayor parte de mi duelo en la cocina de Yoko, mi madre japonesa.
Ocultándome de los pésames y la hipocresía de los innumerables conocidos de mis padres.
Yoko vino a vivir con nosotros cuando mi hermano nació y se quedó para siempre. Incluso cuando nos hicimos mayores y dejamos de necesitar una nany.
Es una más de la familia, desde el principio se convirtió en una devota amiga de mamá y a medida que nos hicimos mayores en nuestra más fiel confidente.
Ella recogió mis pedazos en lo que ahora me parece otra vida. Ahora, de nuevo con su serenidad y sabiduría, vuelve a intentar unir los trozos de la niña que crió que sigue viendo en mí.

Por aquél entonces fue a buscarme a la casa del maestro de tebori. Fui a donde me había llevado mi padre años antes dispuesta a tatuarme a "Kiyo Hime", una muchacha enamorada de un monje budista que ante el desprecio de su amado enloqueció y se transformó en un monstruo terrible. Ahora siento vergüenza al recordarlo. Solo puedo decir en mi defensa que tenía diecinueve años y estaba loca de dolor.
Siempre le agradeceré a Yoko que se presentara y me sacara casi por los pelos de esa casa antes de que empezaran a tatuarme.
Yoko y su red de informadores, seguramente el maestro nunca tuvo intención de tatuarme, no tatuaba a cualquiera, menos aún a una niña despechada.

Fue ella la que me empujó a irme, la que me susurró; quédate y llora o márchate y vive. Opté por vivir, no pretendía ser la protagonista de una novela dramática, languideciendo eternamente.

Yoko siempre sabe mucho más de lo que cuenta.
Calla demasiado y precisamente por eso todos confían en ella. Hasta mi padre se fiaba de ella, él que no confiaba en nadie.

- No fue al entierro de mi padre, que falta de respeto.- llevo días queriendo sacar el tema, pero no sabía como hacerlo, temía decepcionarla nombrándole, demostrando que a pesar del tiempo y la distancia no había logrado pasar página.- ¿ya no vive en Tokio?
- ¿Quién?
- No me trates como a una imbécil, sabes de quien te hablo.
- No te comportes como una imbécil y no te trataré como tal.
- No me has contestado.
- Ni lo haré.- sigue cortando verduras, cocinando como si no pasara nada.
- Tengo derecho...
- ¿ A qué? ¿a seguir torturándote después de diez años?
- Si, soy mayor, ¿no crees? quiero saber porqué no estaba con su padre en el funeral, él que tanto respetaba a papá, que lo respetaba más que a mi.
- De acuerdo, eres adulta, una adulta imbécil, pero una adulta. No estaba en el funeral con su padre porque ya no es parte de esa familia, no es la persona que conociste y hasta donde yo sé sigue viviendo en Tokio. No, no preguntes más, no voy a volver a hablar de él nunca más.

No seguí preguntando, cuando Yoko dice que no va a hablar más y se concentra en la cocina no hay lugar a la negociación.
Sin embargo tengo que saber.
Jamás he conocido a nadie tan responsable y respetuoso con la familia y las tradiciones como él.
No me entra en la cabeza un motivo, lo suficientemente grave, como para que lo hiciera cambiar hasta el punto de separarse de su familia.
Debió de perder la cabeza.
No puedo imaginarlo vagando por Tokio sin familia, sin ese apellido que lo era todo para él.
Tampoco puedo imaginar qué pudo ocurrir para que el Señor Hokusai renunciara a su primogénito, su hijo predilecto, el heredero de su estirpe.




lunes, 25 de marzo de 2013


Mi hermano me esperaba en el aeropuerto, con su impecable traje negro de corte italiano. Me estrechó entre sus brazos sin palabras, como si fuera de nuevo una niña, como si hiciera siglos que no nos vemos.
Solo hacía tres meses desde la última vez que estuvimos juntos, me había visitado aprovechando un viaje de negocios.
Hablamos de mi vuelta a Tokio, de mi reconciliación con papá.

Ahora estoy en el suelo de la habitación de la adolescente que fui, mi madre no ha hecho ni un solo cambio. Esperaba que su niña volviera pronto.
Ya no soy una niña y estoy vestida de riguroso luto.
Acabo de volver del funeral de mi padre, ya no habrá reconciliación, solo queda el dolor.

Él debería haber muerto de viejo, tranquilo en su cama, rodeado de unos nietos que ya no conocerá. Conmigo a su lado.
No asesinado como un perro, como un vulgar mafioso en un ajuste de cuentas.

Mi hermano y yo escoltamos a nuestra madre durante todo el funeral. Tres figuras delgadas, oscuras, un poco encorvadas por la pena, eso éramos.

No podía evitar examinar a cada una de las personas que me dio el pésame. Los clientes y socios de mi padre, occidentales y japoneses, algunos me resultaban conocidos, otros eran caras nuevas.
Sé que uno de ellos está implicado en su muerte, mi padre era implacable en todas las facetas de su vida, puede que perjudicara a las personas equivocadas.

Cuando veo acercarse al Señor Hokusai aprieto los dientes sin darme cuenta, hasta que me duelen las mandíbulas. Solo lo miro a él, ignoro a las figuras que le escoltan, por miedo, por cobardía. A pesar del tiempo transcurrido temo enfrentarme a la indiferencia de una mirada.
El Señor Hokusai era el principal socio de mi padre, de hecho se trasladó a Japón por sus negocios con él.
Le conozco desde que tengo uso de razón y ahora me parece un desconocido, mucho más frágil y menos impresionante de lo que recordaba.
Ni siquiera presto atención a lo que me dice, asiento callada.
Cuando reúno el valor suficiente para mirar a sus acompañantes descubro que ninguno de ellos es “él”.
Dos rostros irrelevantes para mi, un total desconocido y su hijo Kenta, el menor.
Era un crío cuando me marché y ahora es todo un hombre de negocios.

Sondeo al resto de los asistentes en su búsqueda, por mucho que me cueste reconocerlo, por muy inapropiado que sea. En estos momentos de dolor su nuevo desprecio acentúa mi sufrimiento.
Yo que creía mi ego curado.
Es Tokio.
Tokio y sus demonios, Tokio y sus malditos recuerdos.

Tengo que centrarme, dejar atrás a esa adolescente despechada que amenaza con quebrar mi racionalidad.
Tengo que conseguirle a mi padre la justicia que necesita para descansar en paz, la justicia que necesitamos todos para seguir adelante.

Y entonces podré desprenderme para siempre de ésta ciudad que no ha dejado de dolerme después de casi diez años.

viernes, 22 de marzo de 2013


Cuando me fui de Tokio creí que jamás volvería.
Huía del  desamor.
Huía  de la que yo era en esta ciudad, de las cosas de las que jamás podría desprenderme si seguía aquí.
Tokio era una cárcel para mi, el decorado del dolor.
Dejé atrás todo lo que conocía, mis amigos, mi familia.
Me fui en contra de los deseos de mi padre, que no me perdonó nunca.
Cuando me fui iniciamos un pulso de poder en el que yo me negaba a volver y él se negaba a visitarme si no volvía.

Como siempre, él ha ganado el pulso.
He vuelto.
De todas formas había pensado volver, me sentía lo suficientemente fuerte y segura de mi misma como para enfrentarme a mis demonios, a la que yo era en ésta ciudad.
Otra “yo” muy diferente.
Iba a volver para reconciliarme con él después de casi diez años sin vernos.

Pero alguien decidió impedirlo.

Ahora estoy de nuevo rodeada por las luces de ésta ciudad en la que me crié y que hoy me resulta más extraña que a cualquier turista que la visita por primera vez.
Nunca pertenecí a ella ni llegué a conocerla.

Ahora estoy de nuevo en Tokio pero nunca podré reconciliarme con mi padre.

Hoy he asistido a su funeral.

Mi hermano ni siquiera quiso darme los detalles por teléfono. No podía escucharlos, con la cabeza abotargada metí cuatro cosas en un bolso y corrí al aeropuerto, él había arreglado todo para mi vuelo.
Mi hermano, siempre tan eficiente, tan parecido a nuestro padre, tan diferente a mi.
Nada se escapa a su control.

Durante las horas de vuelo a penas pude pensar, ser consciente de que iba a sumergirme de nuevo en una vida      que me había esforzado mucho por olvidar.

Me quedé dormida gracias a las pastillas.
Soñé con mi padre. Con la última cosa que hicimos juntos, la ultima vez que me sentí cerca de él, su cómplice en algo.
Posiblemente la última vez que se sintió cómodo conmigo.

Me llevó a un barrio en que era difícil ver occidentales, la gente nos miraba con curiosidad y yo apretaba su mano. Era nuestra última aventura, aunque yo no lo sabía. Él iba muy seguro de sí mismo sin reparar en los curiosos y a pesar de que no sabía donde íbamos me sentía a salvo.

Llevaba gran parte de su vida viviendo en Japón y a pesar de ser extranjero sentía un respeto absoluto por sus tradiciones, algo que siempre trató de transmitirnos.

Jamás olvidaré ese día, tal vez por eso mi subconsciente decidió rescatarlo de mi memoria.

Mi padre me susurró al oído que el hombre de edad indefinida que se encontraba ante nosotros, preparando su instrumental, era un gran maestro en el arte del “Tebori” el tatuaje tradicional japonés y que era un honor el que nos permitiera presenciar su trabajo.
Aún puedo oler la tinta, el sudor, la sangre.
Veo la fina aguja atada a un mango de bambú penetrar en la piel con pequeños golpecitos, depositando la tinta profundamente en complicados dibujos.
Veo esas manos trabajar sincronizadas como si se tratara de una coreografía, la izquierda estira la piel, la derecha maneja la aguja.
Escucho el sonido, tan característico, que produce la aguja al salir de la piel; “shakki” le llaman, me susurra mi padre, como si pudiera leerme la mente.
Miro la cara del hombre que está siendo tatuado, me pregunto si sentirá dolor, su cara es impasible, mira al techo como si no sintiera nada, como si no pensara en nada.

Miro a mi padre observar fascinado el trabajo del maestro.

Hasta que la voz nasal de la azafata me despierta, tengo que ponerme el cinturón, vamos a aterrizar en Tokio.
Veo sus luces desde el aire.
Recuerdo que mi padre está muerto.
Que no podrá perdonarme.
Y lloro, vuelvo a Tokio igual que me fui de ella, llorando.